El ser humano, desde sus orígenes hasta el día de hoy, se ha ido moviendo motivado siempre por una serie de objetivos. A lo largo de millones de años, se seleccionaron una serie de características que incrementaban las oportunidades de supervivencia de la especie. No obstante, la supervivencia de la especie carecía de sentido si no iba de la mano de la reproducción, es decir, de conseguir descendencia. Para lograr la consecución de ambos objetivos, se seleccionó un estilo de vida que facilitaba ambos de forma simultánea: la vida en grupo. De esta forma, la supervivencia tenía más garantías de conseguirse, ya que la actividad de caza resultaba más sencilla, así como la defensa del grupo ante cualquier amenaza. Además, la vida en grupo hacía que resultara más sencillo lograr la reproducción y conseguir descendencia. Desde esta perspectiva, es fácil comprender que, en estas circunstancias, el rechazo del individuo suponía prácticamente el fin de sus días y existencia, o bien, dificultaba mucho lograr una supervivencia exitosa. De esta forma podemos entender la presencia de miedo a ser rechazado y verse solo desde una perspectiva evolutiva.
Esta evolución supone miles de años, y si bien es cierto que estos objetivos no se encuentran presentes de la misma forma en la actualidad, prevalecen de otra. Nuestro contexto actual es radicalmente distinto del anterior mencionado: no existen las mismas amenazas, ni salimos de caza, ni tampoco se persigue la reproducción de la especie como se hacía en aquel entonces. A día de hoy, no solo no salimos de caza, sino que podemos hacer la compra online con tan solo un clic. Tampoco nos sentimos permanentemente amenazados por un depredador que pueda acabar con nuestra vida mientras dormimos. Y en lo que a la reproducción se refiere, la cantidad de habitantes en el mundo es tal, que hemos inventado aplicaciones que nos permiten elegir parejas sexuales y románticas, deslizando con nuestro smartphone a la derecha sin tan siquiera salir del sofá.
Sin embargo, a pesar de todos los cambios que han ido aconteciendo a lo largo de los años, hay un aspecto que prevalece: Sentimos pavor a experimentar el rechazo social, a vivir y sentir la soledad. El nivel de terror es tal, que hay quienes viven pretendiendo agradar a todos, otorgando al otro un papel de juez que genera el cuestionamiento constante de la propia estima y del propio valor como persona. Cabe preguntarse cuál es la utilidad de darle al otro el protagonismo de juzgarme y tratar de gustarle, cuando yo mismo no soy capaz de gustarme.
A todo lo mencionado, le debemos sumar el tremendo poder que tienen sobre nosotros las redes sociales. A la par que han sido un invento revolucionario, perpetúan la comparativa social constante. De esta forma, nos encontramos teniendo vidas insatisfactorias, mientras nos cuestionamos por qué en mi pantalla todo el mundo parece feliz, rodeado de amistades y parejas tan ideales. Lo paradójico aquí es observar el incremento de las tasas de trastornos del estado del ánimo, lo infeliz que se encuentra un gran porcentaje de la población y la cantidad de demandas en terapia psicológica sobre dinámicas problemáticas en sus relaciones personales.
Puede que este pequeño recorrido histórico, nos ayude a comprender este miedo a la soledad. Y es que, hasta el día de hoy, vivimos con la idea de que la soledad es el fracaso real y palpable, una prueba irrefutable de que carecemos de valor. Es por ello que parece habitual mantener a toda costa relaciones de pareja inadecuadas (o de otro tipo) que puedan contrarrestar ese miedo a la experiencia de soledad. Nos planteamos ¿Qué diría de mí, que mensaje se extraería de esa experiencia de rechazo? Pues bien, la lectura habitual hablaría de que yo estoy sola porque no soy merecedora de amor, de aprecio, de afecto, de cariño, de atención, entre muchos otros. Sin embargo, ¿es esto real? ¿resulta ser cierto que yo no soy digna de recibir amor porque alguien me rechace? Rotundamente no.
El rechazo del otro, es una experiencia común a todo ser humano, en tanto que es ciertamente imposible encajar con todo el mundo, y no hay nada de malo en ello. No todas las personas compartirán mis mismos gustos e intereses, ni yo los compartiré con ellos, y esto solo dice de ambos que nos diferencian nuestras aficiones e intereses, y en muchas ocasiones, los valores que guían mi propia vida. Por lo que, ¿debo dar tanta a importancia a que me rechace alguien que carece de principios y valores comunes conmigo?, ¿significa esto el fin de mi supervivencia o solo magnifica mi miedo constantemente presente a que todos acaben rechazándome?
Tratamos de demostrar tanto nuestro valor a los demás, que nos olvidamos de lo verdaderamente importante: Demostrárnoslo a nosotros mismos viviendo de acuerdo a nuestros valores y principios. Vivimos en la cárcel de la realidad virtual (que es de todo menos real), mostrando posesiones de alto valor económico, que creemos que nos aportan estatus, cuando lo que realmente dicen de mí es que poseo mucho dinero y alto poder adquisitivo para poder permitirme muchos bienes materiales… poco más. Y de esta forma vives persiguiendo el último modelo de móvil, vistiendo de la última marca que se haya puesto de moda, solo para demostrar al otro lo mucho que vales, cuando tú misma no estás tan seguro de ello. Y cuando lo verdaderamente valioso que le puedo proporcionar al otro, siempre va ser el amor.
Y esto nos lleva a preguntarnos, ¿qué es realmente el amor? Pues bien, el amor es un sentimiento que emerge cuando compartimos experiencias emocionales positivas con otra persona. Dejo a análisis del lector si puede darse este amor con aquellas personas con las que no viven bajo ningún valor, interés, gusto y principio en común conmigo. Si bien es cierto, me parece digno de mención que, resulta complejo pensar que aquel que comparte tanto de sus valores conmigo vaya a rechazarme y dejarme de lado, en vez de enorgullecerse de mí y permanecer junto a mí. Por lo que, si bien el miedo a la soledad lo tenemos todos, no otorguemos al otro tanto poder sobre nuestra propia autoestima, y basemos nuestra vida en vivir de acuerdo a la persona que queramos ser, ya que, de esta forma, tenemos garantizado que a aquel que comparta esa visión con nosotros no tendremos que demostrarle nada más… porque hemos sido capaces de mostrar ese yo de verdad.